Kirchner actúa como si él fuera un soberano"
Por Beatriz Sarlo
Para LA NACION
Los años 90 fueron el imperio del liberalismo sólo en términos
económicos. Carlos Menem aborrecía los límites legales y gobernó
empujando las normas. En 1994 la Constitución fue reformada, en primer
lugar para que pudiera ser reelegido, con el auxilio de Raúl
Alfonsín y el voto de los Kirchner, entre muchos otros. El entonces
gobernador Kirchner, pragmático como sigue siéndolo, cobraba las
regalías petroleras y observaba las transformaciones sin demostrar la
incomodidad de quien está pisoteando alguno de sus principios.
Lo que le permitió a Kirchner acumular poder regional en la era
menemista quizá pueda rastrearse en su remota formación política.
En una dimensión subterránea e inconsciente, el desprecio de la
política institucional de los años 70 establece una inesperada
continuidad con los 90.
Ha sido pródigamente difundido por el oficialismo que su entusiasmo
con los derechos humanos es un descubrimiento tardío de ese espacio de
resistencia a la dictadura. Allí militaron pocos políticos.
Alfonsín fue una excepción
Beatriz Sarloel joven Kirchner simpatizó o militó en la juventud
peronista radicalizada. Nadie encuadrado en esa franja en aquellos
tiempos pensaba que la constitución de la República fuera otra cosa
que la máscara de la dominación del imperialismo y de sus aliados
locales. Nadie pensaba que las instituciones debían ser mejoradas,
sino manipuladas, presionadas, ocupadas, hasta que pudieran ser
destruidas y reemplazadas por otras que expresaran de modo directo los
intereses de los sectores populares. El discurso de las juventudes
políticas normalmente daba a la República el calificativo de
"burguesa" o, simplemente, de "liberal", término que en sí mismo era
un insulto grave.
La "plaza" era considerada la arena política por excelencia; se
competía por un lugar en ella de modo muchas veces violento, en un
cuerpo a cuerpo donde las juventudes peronistas y las sindicales se
topaban desde la medianoche anterior al día de cualquier acto.
No se defendían posiciones dentro de las instituciones, sino en los
llamados "espacios de poder", que se definían como avanzadas
estratégicas del movimiento revolucionario en la democracia "formal".
La debilidad de Perón debía ser aprovechada para presionarlo,
cambiándole las relaciones de fuerza por medio del apriete y las
acciones revolucionarias (como el asesinato del dirigente José Rucci,
a quien Perón quería entrañablemente, pero que era considerado un
traidor a los intereses de los obreros que decía representar en la
CGT). La consigna famosa, "la revolución se hace con los dirigentes a
la cabeza o con la cabeza de los dirigentes", era una máxima.
Este perfil no caracterizaba sólo a las formaciones peronistas. Toda
la izquierda revolucionaria, aunque debatía por adjetivos (si la etapa
de la revolución era antiimperialista o antiburguesa, si el tipo de
lucha debía ser la insurrección, la guerra popular o la guerrilla),
se inscribía en este horizonte ideológico.
Muchos sabemos por experiencia que se necesitaron años para romper con
estas convicciones. No simplemente para dejarlas atrás porque fueron
derrotadas, sino porque significaron una equivocación.
Probablemente lo más difícil sea criticarlas y conservar, al mismo
tiempo, una posición progresista. Porque la violencia revolucionaria
estaba fusionada con el ideal de justicia e igualdad, hubo que hacer una
reflexión muy intensa y continuada.
Kirchner dice que no ha renunciado a los ideales justicieros de los 70.
Yo creo que no los ha pensado, no les ha dedicado tiempo en los treinta
años que transcurrieron. Formó parte, después del golpe de Estado
de 1976, de aquellos jóvenes militantes de tercera línea que,
amenazados, cambiaron de lugar de residencia. Muchos fueron a la
Patagonia. Kirchner sólo tuvo que volver a sus pagos, convertirse en
un profesional exitoso y reinsertarse en la política con la
democracia, dando vuelta la página.
En 1982, militaba en el partido cuyo candidato a presidente fue Italo
Luder, un hombre que adjudicó validez a la autoamnistía que los
militares se habían otorgado in extremis.
Su entusiasmo con los temas de derechos humanos tiene que ver con un
descubrimiento tardío de ese riquísimo espacio de resistencia a la
dictadura, que fue prácticamente milagroso y donde militaron pocos
políticos; Raúl Alfonsín fue una de las excepciones. De todos
modos, más vale tarde que nunca: ser el presidente que se enorgullece
de otorgar un lugar privilegiado a la Justicia por los crímenes del
terrorismo de Estado no es una cuestión menor.
Al contrario: con todos los excesos de estilo que lo llevan a creerse el
primer presidente comprometido con el tema (olvidando la batalla
durísima del juicio a las juntas), Kirchner se ha demostrado capaz de
recuperar los años patagónicos, en los que los derechos humanos y el
terrorismo de Estado no estuvieron en la primera página de la agenda
del reservado gobernador de Santa Cruz.
Entonces, ¿qué? Kirchner es un setentista cultural. Y un hombre de
los pragmáticos 90 en la política de todos los días. Incluso la
mezcla no sería necesariamente mala, si no fuera por el hecho de que
es "espontánea".
Podría ser una buena mezcla si la sensibilidad popular y el
igualitarismo, como ideales setentistas, se hubieran mantenido después
de una crítica profunda del carácter autoritario, despótico, sin
principios y sin moral, de los instrumentos utilizados por el peronismo
revolucionario a partir del asesinato de Aramburu. Y tampoco la
experiencia de los 90 sería siniestra si lo que de ella se conservara
fuera el respeto por la dureza de las leyes económicas, respeto que
los años 90 decían tener pero que en realidad transgredieron la
mayor parte del tiempo, poniendo a la Argentina en el camino de una
crisis que pudo ser fatal.
Pero si lo que queda de los 90 son algunos procedimientos políticos
cuestionables, la mezcla puede volverse peligrosa: desprecio setentista
por las instituciones republicanas, afirmación de la política
plebiscitaria que conduce a una ciudadanía adormecida entre cada una
de las elecciones y manejos imperfectos de los recursos públicos para
sojuzgar a todo aquel que tenga responsabilidades de gobierno provincial
o municipal.
Todos los presidentes argentinos tuvieron que convencer a algunos
gobernadores repartiendo recursos. Kirchner le ha dado a esto un nivel
de cruda desnudez: baja comunidad ideológica con jefes provinciales
impresentables según los estándares que proclamaba hasta poco antes
de las elecciones la pareja presidencial y alto control por medio de las
finanzas.
Como sea, en el peronismo hay estilos. El de Kirchner pertenece a
alguien cuya formación política práctica no tuvo lugar, como es
obvio, en la militancia estudiantil de La Plata (de la que conserva
espectros ideológicos), sino gobernando una provincia como Santa Cruz.
Kirchner está por encima de las reglas, como aquel que establece la
ley. La idea fundacional que tiene de su gobierno proviene justamente de
esta necesidad de colocarse en el lugar de la innovación, superando,
por arriba, los conflictos. Es el soberano.
Por eso, no tiene sino un atractivo pintoresco la descripción de sus
auxiliares en el gabinete y en el Congreso. Son los que son, pero
podrían ser otros: tránsfugas de diferentes vertientes del peronismo
integrados al núcleo de acero de los guerreros patagónicos. A muchos
de ellos ayer se los quería ahuyentar como a alimañas (el Presidente
y, sobre todo, su esposa juraban que no volverían a compartir pan y
sal con los duhaldistas), y horas después de las elecciones se los
volvía a admitir cerca. ¿Quién puede hacer esto? El soberano, es
decir, aquel que se siente no ligado por ningún lazo y que, por el
contrario, cree que todos están ligados a él por la lealtad o el
vasallaje.
La otra cualidad del poder de Kirchner es el miedo.
Se difunde su imagen de hombre implacable, como se difundía la imagen
de enemigo envenenado que a Menem le servía para disuadir a quienes
dudaban frente a su poder.
Kirchner es un duro soberano que aprendió en los años 90 que quien
no tiene todo el poder no tiene nada, porque el poder es una sustancia
que no admite el reparto. Por el contrario, se lo concentra o se lo
pierde. Desde el poder no se persuade ni se convence: se ordena o se
amenaza. De allí el desprecio por las formas deliberativas de la
política (desprecio que se traslada a la cultura radical, que hace de
esas formas incluso el camino de su propia perdición).
El soberano tiene el amor del pueblo. Kirchner es soberano porque un
pueblo se lo confirma. En las localidades del Gran Buenos Aires o las
capitales y los pueblos de provincia se renueva la legitimidad vital del
soberano, en el contacto directo con su pueblo; no se trata simplemente
del plebiscito periódico, sino de una cosecha diaria de poderes
simbólicos, multiplicadamente simbólicos, ya que los transmiten la
televisión y las fotos de los diarios.
La articulación material de esta relación puede ser oscura:
clientelismo, planes sociales, caudillos que reclutan manifestantes
desocupados, transferencia de movilizaciones que fueron piqueteras. Pero
Kirchner, aunque sabe de esto, no se ocupa de ello y además sería
absurdo que se ocupara. Como soberano, simplemente pasea por su
territorio y pide fuerzas a su pueblo, al cual, al mismo tiempo, le
asegura que tiene toda la fuerza necesaria.
En este punto del razonamiento se podría preguntar: ¿qué puede
hacer Kirchner? Yo diría que muy poco para cambiar estos automatismos
de la ideología. Precisamente, las espontaneidades ideológicas son
algo difícil de revertir, excepto a través de fuertes
transformaciones intelectuales.
Además, Kirchner es medularmente un peronista, no importa cuál sea
el nombre que invoque en sus boletas electorales, y, por lo tanto,
alguien que forma parte de una cultura que no es institucional, sino
carismática y plebiscitaria. Porque es un peronista es probable que,
como Menem, transforme una vez más el peronismo y, si la economía
sigue en caja, gobierne, con larga vida y segura sucesión, un país
donde una mayoría de ciudadanos lo acepta porque, hasta el momento, lo
que Kirchner ataca no les resulta visiblemente valioso.
La autora de esta nota es una de las intelectuales más respetadas de
la Argentina. Hace tres años, cuando la gestión de Néstor Kirchner
comenzaba, fue entrevistada en esta sección. Hoy vuelve a ella con un
artículo en el que trata de echar luz sobre el Presidente y su
época.
Link corto: http://www.lanacion.com.ar/825386