BSK
2005-01-10 10:59:27 UTC
Represión homosexual en el franquismo
por Arturo Arnalte
"Redada de violetas: la represión de los homosexuales durante el franquismo"
La policía y la prensa los llamaba despectivamente «violetas». Eran
condenados a varios años de prisión, recluidos aparte y torturados solo por
ser homosexuales. Un inquietante libro recoge ahora el testimonio de los
gays en la dictadura.
Se pasaba tanta hambre que Manuel S. H. , «que Dios lo tenga en su Gloria»,
se comía hasta las cagarrutas de las cabras y Juan Curbelo Oramas devoraba
la comida podrida de los paquetes que le enviaba su madre y que los
guardianes retenían hasta que despedían un olor nauseabundo. El hambre era
una presencia constante, obsesiva, demoledora, pero no era la única
pesadilla. Estaban también los palos, que caían como un diluvio. Por
equivocarse al marcar el paso, por responder, por rezongar, por quedarse
rezagado al amanecer, por dormirse en la imaginaria, por nada, por todo.
Tantos palos eran y tan frecuentes que incluso uno de los guardianes se
compadecía y cuando el director no lo veía, hacía como que pegaba mientras
el preso fingía, con grandes ayes, que recibía los golpes. Manuel S. H. se
lo agradecía tanto cada vez que no le molía las costillas, que se
arrodillaba ante él y le cubría las manos de besos.
La imagen no es de un campo de concentración alemán en Europa del Este
durante la Segunda Guerra Mundial, es de la Colonia Agrícola Penitenciaria
de Tefía, Fuerteventura, en 1955, y el director no era un kapo nazi con
monóculo, fusta y botas de montar, sino un sacerdote castrense de Vitoria,
que vestía de verde olivo y dictaba cuántos palos, a quién se habían de dar
y por qué agravio, del que él era el único árbitro. Un sacerdote que
escondía las cartas de los familiares y determinaba, con sus informes a los
juzgados, si los condenados debían permanecer en Tefía el año mínimo o los
tres máximos que daban de margen las ambiguas condenas a vagos y maleantes.
En el caso de Juan Curbelo fue el máximo. Tres años pasó picando piedra en
la colonia inhóspita, olvidada y reseca que en 1954 empezó a recibir
homosexuales para quitarles el vicio a base de hambre y palos.
Ley de vagos y maleantes
Hasta 1954, la represión de la homosexualidad no había estado entre los
objetivos del régimen de Franco, más ocupado en la persecución y eliminación
de la disidencia política. El primer paso en esta dirección fue la
modificación de la Ley de Vagos y Maleantes de 1954.
Curbelo nació en 1939, en una modesta familia numerosa de Las Palmas.
Comenzó a trabajar de niño y a los 16 se empleaba en la cocina de la pensión
Los Catalanes, en la calle de La Granadina. Después del trabajo, salía a
ligar con frecuencia por los alrededores de la zona, que cumplía las
funciones de barrio chino de Las Palmas: las calles de Canalejas, Molino de
Viento, Pamochamoso. . . Era detenido con frecuencia en las redadas que
efectuaba la policía y su madre se pasaba la vida yendo y viniendo de casa a
sacarlo de la comisaría de la Plaza de la Feria o a la cárcel de Barranco
Seco. En 1955, el escarmiento fue más serio. Tras un mes en Barranco Seco,
le condenaron por homosexual a una pena de entre uno y tres años de prisión
en Tefía.
Juan Curbelo pertenece a la primera generación de gays presos por su
orientación sexual y su pertinacia en sostenerla y no enmendarla. Con la
cabeza rapada, le embarcaron rumbo a Fuerteventura, la isla más seca del
archipiélago, un lugar que hasta la explosión del turismo era sinónimo de
alejamiento y desolación, donde los sucesivos gobiernos que vivió España en
el siglo confinaban a sus enemigos.
Tefía fue un infierno de palizas, trabajo hasta el agotamiento, privación,
calor insufrible de día y noches frías. Y Juan, al que con 16 años se le
salía la vida a chorros, fue incapaz de doblegarse, de callar y aguantar:
por rebelde y por insumiso, su estancia era una sucesión de palizas y su
condena se alargó hasta apurar el máximo en aquella cárcel cuartel. Tres
años estuvo siguiendo la misma rutina: al amanecer, instrucción y doctrina.
Todos los presos cantaban «España, patria querida / Somos tus hijos. . . »
antes de desayunar gofio con café de cebada. De ahí partían a picar piedra
para la construcción o a cavar zanjas bajo la mirada de los guardias,
siempre con la garrota en la mano. Paraban para comer un pan de tres días y
fideos con carne de cabra, dormían un rato de siesta y de nuevo salían a
picar bajo un sol inclemente hasta la caída de la tarde. Antes de cenar
guisantes con batata, un poco de instrucción en la escuela: primeras letras,
historia sagrada y el rezo del rosario.
Barracones separados
El maestro era Antonio Hernández García, nombre supuesto de un empleado de
comercio, nacido en 1931, a quien se confió que enseñara a los presos a
rezar el rosario. A Antonio también lo llevó a Tefía su orientación sexual.
Hernández García tenía atrofia muscular de ambos brazos y no podía asir con
firmeza un pico y una pala y menos machacar piedra, pero sí sabía latines
porque había estudiado en un convento. El cura que dirigía cárcel le empleó
como maestro del centenar escaso de presos que había en la colonia, de los
que unos veinte o más eran homosexuales. Cada tarde, enseñaba a leer y
escribir a los agotados internos, que tras pasar la jornada a la intemperie
rezaban el rosario al unísono formados en la explanada. Después, se sentaban
en bancos corridos a comer, apartando con la mano los gorgojos que flotaban
entre los guisantes de la cena.
Juan Curbelo y Antonio Hernández calculan que durante su estancia habría una
media de unos ochenta presos, de los que un tercio eran homosexuales. Los
barracones de los delincuentes comunes y de los homosexuales estaban
separados desde que se descubrió a dos presos haciendo el amor. A los
sorprendidos les cayó encima una paliza que los dejó casi irreconocibles y
el capellán castrense se encargó de que su pena se alargara al máximo. No
debía haber sexo en Tefía, aunque extremando las precauciones siempre se
podía burlar brevemente la prohibición.
A Juan, la educación religiosa en ese contexto, con un cura tan ajeno a las
nociones de perdón y de compasión, le parecía un sarcasmo que le causaba
«asombro». Por las noches dormía sobre un petate en el suelo, cubierto con
una manta, si no le tocaba imaginaria o si no le retiraban el petate y había
de dormir sobre el suelo además de que le quitaran la siesta como castigo.
«Era tiempo de amargura, de desespero, terminabas molido», recuerda Antonio,
a quien una vez, por quedarse levemente amodorrado durante una de las
imaginarias de cuatro horas que debían hacer por turno, le castigaron a
repetirlas quince días seguidos, aunque al final se lo levantaron por
lástima y por su «buen comportamiento».
El único día de la semana que podían lavarse era el sábado. Tenían un tiempo
récord para entrar en un cercado y sacar agua de un pozo para ducharse.
Fuera, un guardián con un pito marcaba el momento exacto en que se terminaba
el baño y si estaban aún enjabonados así debían abandonar el recinto so pena
de más palos, más castigos. El médico sólo se acercaba a la colonia una vez
por semana y el único lujo ocasional era algún cigarrillo, comprado en el
economato con el dinero que enviaban los familiares, y un paseo el domingo
al pueblo a oír misa por la mañana.
La buena disposición de Antonio para enseñar latines permitió que saliera al
año. A Juan Curbelo, al igual que a La Castañuela, La Burra o La Viuda, «que
Dios los tenga en su Gloria», todos detenidos en redadas en zonas de ligue
de Las Palmas, les tocó estar tres años «por contestones, por bravos». La
condena de cárcel de Juan Curbelo terminó finalmente en 1958. La colonia
cerró a mediados de los sesenta, pero las autoridades españolas siguieron
enviando a los homosexuales a la cárcel, habitualmente a las llamadas
galerías de invertidos, gracias a la Ley de Vagos y Maleantes hasta 1970,
cuando esta norma fue sustituida por la de Peligrosidad Social.
Fiestas privadas
La nueva ley, que al castigo unía la filosofía de la «defensa social» y la
«curación» del presunto delincuente, añadió la novedad de especializar dos
cárceles ya existentes, la de Badajoz y Huelva, en la custodia de detenidos
homosexuales, una práctica que la oposición política a la Dictadura no se
cuestionó tajantemente hasta 1978, coincidiendo con la aprobación de la
Constitución. Así se dio la paradoja de que mientras España caminaba hacia
la democracia, varias decenas de presos seguían pudriéndose en la cárcel por
su mera orientación sexual y aún hoy siguen esperando una reparación moral y
económica similar a la que han recibido las víctimas políticas de la
dictadura de Franco.
«Violetas» era uno de los términos despectivos con los que la prensa
reaccionaria y la policía española de los años cincuenta y sesenta
descalificaban a los homosexuales. Ahora el libro Redada de violetas rescata
las historias y los testimonios de algunos de estos presos. Pero también
aborda el estudio de las estrategias de la minoría homosexual para burlar la
prohibición y crear espacios de encuentro y socialización.
Una de las más habituales eran las fiestas privadas, en las que los
invitados sobornaban con generosidad al sereno para que hiciera la vista
gorda ante la concentración sospechosa de hombres a altas horas de la noche
en un mismo piso. O las que daban celebridades del mundo del espectáculo,
como una del famoso figurinista Vitín Cortezo en su casa del barrio de
Alfonso XII de Madrid, a principios de los años sesenta, en la que todos los
invitados ligaron y acabaron enrollándose por las habitaciones, menos el
anfitrión, que en un ataque de despecho rompió un jarrón e hizo una llamada
telefónica decisiva: «¿Policía? ¡Tengo la casa llena de maricones!».
* * * * * * * * * *
Extracto del libro "LA HOMOSEXUALIDAD EN EL FRANQUISMO. Cuando el vicio se
quitaba con hambre y palos" de Arturo Arnalte
http://www.islaternura.com/APLAYA/PapelesPENSAR/Papeles/VioletaFranquismo2004Mes02.htm
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por Arturo Arnalte
"Redada de violetas: la represión de los homosexuales durante el franquismo"
La policía y la prensa los llamaba despectivamente «violetas». Eran
condenados a varios años de prisión, recluidos aparte y torturados solo por
ser homosexuales. Un inquietante libro recoge ahora el testimonio de los
gays en la dictadura.
Se pasaba tanta hambre que Manuel S. H. , «que Dios lo tenga en su Gloria»,
se comía hasta las cagarrutas de las cabras y Juan Curbelo Oramas devoraba
la comida podrida de los paquetes que le enviaba su madre y que los
guardianes retenían hasta que despedían un olor nauseabundo. El hambre era
una presencia constante, obsesiva, demoledora, pero no era la única
pesadilla. Estaban también los palos, que caían como un diluvio. Por
equivocarse al marcar el paso, por responder, por rezongar, por quedarse
rezagado al amanecer, por dormirse en la imaginaria, por nada, por todo.
Tantos palos eran y tan frecuentes que incluso uno de los guardianes se
compadecía y cuando el director no lo veía, hacía como que pegaba mientras
el preso fingía, con grandes ayes, que recibía los golpes. Manuel S. H. se
lo agradecía tanto cada vez que no le molía las costillas, que se
arrodillaba ante él y le cubría las manos de besos.
La imagen no es de un campo de concentración alemán en Europa del Este
durante la Segunda Guerra Mundial, es de la Colonia Agrícola Penitenciaria
de Tefía, Fuerteventura, en 1955, y el director no era un kapo nazi con
monóculo, fusta y botas de montar, sino un sacerdote castrense de Vitoria,
que vestía de verde olivo y dictaba cuántos palos, a quién se habían de dar
y por qué agravio, del que él era el único árbitro. Un sacerdote que
escondía las cartas de los familiares y determinaba, con sus informes a los
juzgados, si los condenados debían permanecer en Tefía el año mínimo o los
tres máximos que daban de margen las ambiguas condenas a vagos y maleantes.
En el caso de Juan Curbelo fue el máximo. Tres años pasó picando piedra en
la colonia inhóspita, olvidada y reseca que en 1954 empezó a recibir
homosexuales para quitarles el vicio a base de hambre y palos.
Ley de vagos y maleantes
Hasta 1954, la represión de la homosexualidad no había estado entre los
objetivos del régimen de Franco, más ocupado en la persecución y eliminación
de la disidencia política. El primer paso en esta dirección fue la
modificación de la Ley de Vagos y Maleantes de 1954.
Curbelo nació en 1939, en una modesta familia numerosa de Las Palmas.
Comenzó a trabajar de niño y a los 16 se empleaba en la cocina de la pensión
Los Catalanes, en la calle de La Granadina. Después del trabajo, salía a
ligar con frecuencia por los alrededores de la zona, que cumplía las
funciones de barrio chino de Las Palmas: las calles de Canalejas, Molino de
Viento, Pamochamoso. . . Era detenido con frecuencia en las redadas que
efectuaba la policía y su madre se pasaba la vida yendo y viniendo de casa a
sacarlo de la comisaría de la Plaza de la Feria o a la cárcel de Barranco
Seco. En 1955, el escarmiento fue más serio. Tras un mes en Barranco Seco,
le condenaron por homosexual a una pena de entre uno y tres años de prisión
en Tefía.
Juan Curbelo pertenece a la primera generación de gays presos por su
orientación sexual y su pertinacia en sostenerla y no enmendarla. Con la
cabeza rapada, le embarcaron rumbo a Fuerteventura, la isla más seca del
archipiélago, un lugar que hasta la explosión del turismo era sinónimo de
alejamiento y desolación, donde los sucesivos gobiernos que vivió España en
el siglo confinaban a sus enemigos.
Tefía fue un infierno de palizas, trabajo hasta el agotamiento, privación,
calor insufrible de día y noches frías. Y Juan, al que con 16 años se le
salía la vida a chorros, fue incapaz de doblegarse, de callar y aguantar:
por rebelde y por insumiso, su estancia era una sucesión de palizas y su
condena se alargó hasta apurar el máximo en aquella cárcel cuartel. Tres
años estuvo siguiendo la misma rutina: al amanecer, instrucción y doctrina.
Todos los presos cantaban «España, patria querida / Somos tus hijos. . . »
antes de desayunar gofio con café de cebada. De ahí partían a picar piedra
para la construcción o a cavar zanjas bajo la mirada de los guardias,
siempre con la garrota en la mano. Paraban para comer un pan de tres días y
fideos con carne de cabra, dormían un rato de siesta y de nuevo salían a
picar bajo un sol inclemente hasta la caída de la tarde. Antes de cenar
guisantes con batata, un poco de instrucción en la escuela: primeras letras,
historia sagrada y el rezo del rosario.
Barracones separados
El maestro era Antonio Hernández García, nombre supuesto de un empleado de
comercio, nacido en 1931, a quien se confió que enseñara a los presos a
rezar el rosario. A Antonio también lo llevó a Tefía su orientación sexual.
Hernández García tenía atrofia muscular de ambos brazos y no podía asir con
firmeza un pico y una pala y menos machacar piedra, pero sí sabía latines
porque había estudiado en un convento. El cura que dirigía cárcel le empleó
como maestro del centenar escaso de presos que había en la colonia, de los
que unos veinte o más eran homosexuales. Cada tarde, enseñaba a leer y
escribir a los agotados internos, que tras pasar la jornada a la intemperie
rezaban el rosario al unísono formados en la explanada. Después, se sentaban
en bancos corridos a comer, apartando con la mano los gorgojos que flotaban
entre los guisantes de la cena.
Juan Curbelo y Antonio Hernández calculan que durante su estancia habría una
media de unos ochenta presos, de los que un tercio eran homosexuales. Los
barracones de los delincuentes comunes y de los homosexuales estaban
separados desde que se descubrió a dos presos haciendo el amor. A los
sorprendidos les cayó encima una paliza que los dejó casi irreconocibles y
el capellán castrense se encargó de que su pena se alargara al máximo. No
debía haber sexo en Tefía, aunque extremando las precauciones siempre se
podía burlar brevemente la prohibición.
A Juan, la educación religiosa en ese contexto, con un cura tan ajeno a las
nociones de perdón y de compasión, le parecía un sarcasmo que le causaba
«asombro». Por las noches dormía sobre un petate en el suelo, cubierto con
una manta, si no le tocaba imaginaria o si no le retiraban el petate y había
de dormir sobre el suelo además de que le quitaran la siesta como castigo.
«Era tiempo de amargura, de desespero, terminabas molido», recuerda Antonio,
a quien una vez, por quedarse levemente amodorrado durante una de las
imaginarias de cuatro horas que debían hacer por turno, le castigaron a
repetirlas quince días seguidos, aunque al final se lo levantaron por
lástima y por su «buen comportamiento».
El único día de la semana que podían lavarse era el sábado. Tenían un tiempo
récord para entrar en un cercado y sacar agua de un pozo para ducharse.
Fuera, un guardián con un pito marcaba el momento exacto en que se terminaba
el baño y si estaban aún enjabonados así debían abandonar el recinto so pena
de más palos, más castigos. El médico sólo se acercaba a la colonia una vez
por semana y el único lujo ocasional era algún cigarrillo, comprado en el
economato con el dinero que enviaban los familiares, y un paseo el domingo
al pueblo a oír misa por la mañana.
La buena disposición de Antonio para enseñar latines permitió que saliera al
año. A Juan Curbelo, al igual que a La Castañuela, La Burra o La Viuda, «que
Dios los tenga en su Gloria», todos detenidos en redadas en zonas de ligue
de Las Palmas, les tocó estar tres años «por contestones, por bravos». La
condena de cárcel de Juan Curbelo terminó finalmente en 1958. La colonia
cerró a mediados de los sesenta, pero las autoridades españolas siguieron
enviando a los homosexuales a la cárcel, habitualmente a las llamadas
galerías de invertidos, gracias a la Ley de Vagos y Maleantes hasta 1970,
cuando esta norma fue sustituida por la de Peligrosidad Social.
Fiestas privadas
La nueva ley, que al castigo unía la filosofía de la «defensa social» y la
«curación» del presunto delincuente, añadió la novedad de especializar dos
cárceles ya existentes, la de Badajoz y Huelva, en la custodia de detenidos
homosexuales, una práctica que la oposición política a la Dictadura no se
cuestionó tajantemente hasta 1978, coincidiendo con la aprobación de la
Constitución. Así se dio la paradoja de que mientras España caminaba hacia
la democracia, varias decenas de presos seguían pudriéndose en la cárcel por
su mera orientación sexual y aún hoy siguen esperando una reparación moral y
económica similar a la que han recibido las víctimas políticas de la
dictadura de Franco.
«Violetas» era uno de los términos despectivos con los que la prensa
reaccionaria y la policía española de los años cincuenta y sesenta
descalificaban a los homosexuales. Ahora el libro Redada de violetas rescata
las historias y los testimonios de algunos de estos presos. Pero también
aborda el estudio de las estrategias de la minoría homosexual para burlar la
prohibición y crear espacios de encuentro y socialización.
Una de las más habituales eran las fiestas privadas, en las que los
invitados sobornaban con generosidad al sereno para que hiciera la vista
gorda ante la concentración sospechosa de hombres a altas horas de la noche
en un mismo piso. O las que daban celebridades del mundo del espectáculo,
como una del famoso figurinista Vitín Cortezo en su casa del barrio de
Alfonso XII de Madrid, a principios de los años sesenta, en la que todos los
invitados ligaron y acabaron enrollándose por las habitaciones, menos el
anfitrión, que en un ataque de despecho rompió un jarrón e hizo una llamada
telefónica decisiva: «¿Policía? ¡Tengo la casa llena de maricones!».
* * * * * * * * * *
Extracto del libro "LA HOMOSEXUALIDAD EN EL FRANQUISMO. Cuando el vicio se
quitaba con hambre y palos" de Arturo Arnalte
http://www.islaternura.com/APLAYA/PapelesPENSAR/Papeles/VioletaFranquismo2004Mes02.htm
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